Mi
hija llevaba un tiempo pidiendo un gato, una voz clamando en el
desierto, ya que no entraba dentro de mis planes tener ningún felino.
Siempre había tenido perro y no estaba dispuesto a cambiar mis gustos,
especialmente por la idea de que tener un gato era como no tener nada.
Pero como casi siempre, tener ideas preconcebidas no sirve absolutamente
para nada, cuando los acontecimientos funcionan por si solos.
Ese día los dioses estaban de parte de mi hija, así que no tuvieron mejor idea que dejar a una preciosa y cariñosa gatita, aparentemente abandonada, a los pies de mi hija. Por supuesto, no dudó en adoptarla, pero no sabía que esa adopción iba a traer un nuevo inquilino. Ese mismo día apareció Jeremiah Johnson.
Mientras tanto, ajeno a lo que estaba aconteciendo en mi casa, yo estaba en el centro de Madrid fotografiando a unas monjas que iban vestidas de un blanco impoluto.
En ese maremágnum de adoquines y gente, los portadores de vasos conseguían bendiciones en vez de monedas.